miércoles, 2 de abril de 2014

Hasta Conocer al León de Judah - Parte 1

“Hasta Conocer al León de Judah”
Parte 1
Por: Paula Orellana Cardona

Esa mañana Kahina vio sus pies por primera vez de una forma que no lo había hecho antes. Los vio como único medio de transporte hacia su nueva vida. Con su pelo negro y espeso, su piel hacía juego con su pelo, sus ojos café oscuro, su falda de colores y su clítoris remendado empezó el viaje de su vida.

A sus 16 años conocía muy poco de la vida e iba a seguir así por estar casada con un hombre malo, malo –decía ella. Había pasado los últimos años de su vida junto a él por una de las desgracias que la hacían parte de ese gremio, la menstruación. A sus 12 años se hizo mujer y se vio obligada a vivir con Aaghaa. Un hombre de 32 años, musculoso, atractivo para las otras mujeres, alto, de piel negra, de cabeza rasurada, habilidoso y no muy inteligente que, irónica y  estúpidamente, su nombre significaba “maestro de”. “¿Maestro de qué?” –Pensaba Kahina.

Una mañana Aaghaa la agarró todavía medio dormida, le quitó la ropa. Para él, era procrear. Para ella, era violación. Cuando esto ocurría Kahina sólo cerraba sus ojos y se imaginaba cosas hermosas. Un abrazo, una flor, un beso, un estofado o incluso su vecino que hacía ya bastante tiempo cruzaban miradas que decían más que su única conversación; “hola”.

Al cabo de unas semanas, vino. Vino la menstruación. Ver lo rojo en su ropa era un sentimiento agridulce. Daba gracias porque no había engendrado a tal criatura con los genes del maestro, pero significaba una golpiza por ofender a Aaghaa. ¿Había algo que hubiera hecho para merecer eso? En realidad no lo sabía. No conocía nada más. Toda su vida vivió así, sólo que de niña aprendiendo de sus padres.

Despertó esa mañana, La mañana. Aaghaa se levantó tarde. Eso no pasaba nunca. Tuvo un dilema, uno de esos conflictos dónde sabes lo que tienes que hacer antes que pase el momento. Se dirigió al patio, tomó un leño, se paró del lado de la cama de Aaghaa. Lo vio, lo miró, lo observó. Tenía la vida del maestro en sus manos. Se quedó así por unos minutos, meditando, recordándose de todas las veces que la golpeó, que la violó, que la amenazó y que el se lo disfrutó. De repente, Aaghaa, todavía dormido, se rascó la nariz y asustada de pensar que se iba a levantar lo golpeó. Y lo golpeó y una vez muerto, lo golpeó otra vez.


Sin expresión en el rostro, rodó una lágrima. Se la secó y se sentó al lado Aaghaa. “Algún día esto iba a pasar” –dijo Kahina. “Perdón”. Repentinamente, despertó. Todo había sido un sueño. Se levantó con lágrimas en los ojos. Al voltear a ver Aaghaa, seguía dormido. “¿Es esto una señal?” Su corazón se llenó con un sentimiento que no había experimentado antes. El sentimiento de pensar que no estaba sola, que alguien la cuidaba. Se levantó de prisa, pero esta vez no a conseguir un leño. Agarró sus cosas y se fue sin hacer un solo ruido. Así fue como al salir de su casa vio sus pies y empezó el viaje. Su viaje.


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