Me tomo un receso en mis labores (ni tantas, ni
tan importantes), del fin de semana para comentar, brevemente, algunos cambios
que he notado en mi entorno con respecto a ese hábito tan placentero, pero
dañino, que es fumar.
Sucede que, luego de mucho tiempo sin fumar (¡qué
inexactitud decir “mucho tiempo”! porque cualquiera que haya dejado de fumar
sabe que el tiempo se valora de un modo distinto cuando se acaba de cortar el
vicio, pero lo dejo así), luego de mucho
tiempo sin fumar decidí “echarme un cigarro”, una tarde en la que me tocó
esperar un firma en la universidad. Sabía
que la espera era larga y eso de fumar me podría hacer sentir más corta la
espera.
Recordé esa tarde que al entrar a “la U ” fumaba. En esos días me gustaba bastante el tabaco con
nicotina y mentol y encontré en las aulas varias personas más, que también
pertenecían a la comunidad fumadora.
Noté mientras estudié mi carrera diversas campañas y acciones en contra
del cancerígeno hábito: la prohibición legal de fumar en ciertos lugares
públicos y en los edificios del estado; la consecuente prohibición del Consejo
Superior Universitario de fumar en la
U y la calamitosa (para quienes fumábamos entonces)
prohibición de vender cigarros en la U. Además se prohibió a nivel
nacional la venta de cigarrillos sueltos, la cual continuó, sólo que hay que
saber dónde (siempre hay un lugar de confianza,
una tienda de barrio o un chiclero que los vende). Recordé que antes se podían comparar
cajetillas de diez unidades, ahora tampoco se encuentran por decena, hay que
comprar la de veinte o ir a esos lugares de confianza.
Yo seguía esperando la firma, me dieron más
ganas de fumar y decidí que si encontraba alguna persona conocida fumando le
pediría un cigarrito. Empecé a fijarme entonces en aquellos lugares
donde solía fumar, no encontré a nadie fumando, ni personas conocidas ni
desconocidas. Pensé entonces que las
medidas tomadas por las autoridades han tenido algún éxito en su afán por
mejorar la salud de la población. Claro,
en la U se sigue
fumando, los sitios de confianza venden sueltos, la comunidad fumadora sigue
siendo tan unida que aunque no me conocieran, pensé, me regalarían un
cigarrillo. Decidí, entonces, poner a
prueba ese principio de quienes fuman que alguna vez aprendí y practiqué: “un
cigarro no se niega” (a menos que sea el último, ese siempre se respeta).
La espera me llenó de impaciencia y casi por
matar el tiempo y algunas neuronas quise ir a buscar a otros lugares alguien
que me compartiera el vicio. Busqué por
varios lados, siempre pendiente por si aparecía por allí la persona a quien
esperaba para pedirle su firma. Fui pues
a buscar en esos lugares en que solía encontrar a alguien fumando, pasé por la
cafetería y se me antojó, además del cigarro, un buen café. ¡Qué rico! Pensé,
sólo podía ser mejor si encontraba con quien platicar, y curiosamente pensé que
el mejor tema sería quejarme de la burocracia y de la larga espera que me
provocó la ansiedad, esa que esperaba quitarme fumando. Me di cuenta que el cigarrito era más ansiógeno que la espera en sí.
Pensé entonces en los momentos en que fumaba:
cuando me tocaba esperar, antes o después de un examen (más bien, antes y
después), después de comer mucho, al tomarme un rico café (mejor si era al
tomarme un rico café después de comer mucho), claro, en las noches bohemias, en
las fiestas de fin de año (y en las de fin de semana), en las noches de luna
llena (viendo la luna) y las noches si luna (viendo las estrellas). La lista es larga, pero hallé dos factores
comunes: en las situaciones de ansiedad y en las de placer. Claro que en las de
ansiedad y placer era más de un cigarro…
Al final, encontré a quien debía firmar antes
que alguien que me regalara un cigarro.
Pero, luego de tanta espera y de estar pensando tanto en el cigarro no
quería quedarme con las ganas.
Finalmente encontré en la cafetería (en la segunda vuelta por el lugar)
alguien con quien quejarme de la burocracia, tomarme un café (no muy rico) y
disfrutar con todas mis ganas de un cigarro.