lunes, 21 de diciembre de 2015


Patrañas trascendentales: el querer qué.


The Writer said:
Everything I told you before…is a lie.
I don’t give a damm about inspiration.
How would I know the right word for what I want?
How would I know that actually I don’t want what I want?
Or that I actually don’t want what I don’t want?
They are elusive things: the moment we name them, their meanng disappears,
melts, dissolves like a jellyfish in the sun.
My conscience wants vegetarianism to win over the world.
And my subconscious is yearning for a piece of juicy meat.
But what do I want?
Stalker – 1979. Tarkovsky

Un camarero se acerca a la mesa seis, convenientemente ubicada entre ese espacio típicamente tenue de los restaurantes típicamente instalados en las esquinas de las avenidas, es decir, entre la columna lateral derecha, la ventana hacia el exterior y el espejo. El, entonces, camarero -porque justamente ahora la certeza del “ser” camarero no nos queda clara- se acerca a los comensales, que precisamente en la mesa seis, sostenían los menús del restaurante con apremio por tratar de entender los precios en letra pequeña y, claro, los nombres de los platillos combinados con voces del latín, el francés y el italiano. El, entonces, camarero pregunta con el tono afable con el que hablan los camareros en los horarios comprendidos entre 10:30 am a 1:28 pm: “¿Ya saben lo que quieren?”
Ya-saben-lo-que-quieren, y las palabras parecen golpear el exceso de peso de la existencia en la grasa trans de la metafísica barata. La noción del reconocimiento del tiempo, del conocimiento y del deseo nunca hizo que se abriera tanto como ahora o siempre un vórtice de reflexión que acabase a su paso con toda esperanza vitalicia sobre el futuro de la posesión.
Sin embargo, no podríamos saber con exactitud qué pensó el comensal-uno después de ser interpelado con semejante cuestionamiento; podemos suponer que la pregunta trascendió retrospectivamente hacia una época de su infancia en tonos sepia donde irremediablemente se vio  en la difícil posición de decidir entre el helado sabor vainilla y pistacho. Claramente, la conmoción emocional del comensal-uno-bebé no puede ser la reproducción exacta del comensal-uno-adulto pidiendo la cremme et foei-grass e tartufo, aún así la vacilación inicial de la elección deja en entredicho la facilidad de la determinación del saber querer qué.
Si nos aproximáramos al comensal-dos, veríamos un efecto curioso al escuchar su pregunta: “Está raro el tiempo, vaaa”. Cualquiera pensaría que es una disertación especialmente clarificadora de la constatación entre la temperatura ambiente contrastada con la temperatura corporal, y que se basa en esos mecanismos de los predictores del tiempo que nos permiten mantener la ilusión de control sobre el futuro, aunque al final nunca sea de la manera que dicen que sería. En fin, podría ser esto tanto como cualquier cosa, porque sabemos que la permanencia de la relatividad sopesa cada palabra de nuestro lenguaje para aproximarnos a límites de una marco referencial complejo en su estructura y simplificado en su significante. En relativas cuentas, el comentario explayador de una condición climática nos indicaría la dilación excusatoria de una elección.
De esta manera, el comensal-dos está en una posición en la que elegir querer qué supone la difícil consecuencia del descarte. Y es que con “querer”, el lenguaje obra de maneras misteriosas. Una pre selección de alternativas y multiuniversos de posibilidades que se reducen al aplazamiento de una decisión. El querer implica iniciar un juego de “pares y nones”. Y es que elegir una opción evita caer en la caja shrödingeana de la vida, es esto pero también podría ser lo otro en la misma caracterización espaciotemporal de las cosas. La entidad metafísica de la elección establece que una posibilidad se elige por ella misma como certeza y no a otra como posibilidad. Pero precisamente eso, el querer se basa  en esa posibilidad de elección: se basa en la conciencia de la ausencia: se basa en la cláusula básica de que para querer hay que carecer.
De cualquier manera, el entonces camarero respondería con una afirmación implementada por la Asociación de Camareros unidos por la Comensalidad en casos de ambigüedad cuántica del querer qué: “Como recomendación del día ofrecemos el Bacalao a la Borgoñona id.Latina brulee”. Pero por algún factor característico del espíritu de contradicción, el comensal-dos elegiría el plato ubicado dos posiciones más abajo del indicado por el camarero porque, claramente, autonomía y autosuficiencia propias de alguien que sabe querer qué cuando no quiere intrincarse en la entramada red de esnobismo del boom gourmet de los nombres largos, apriorísticos y cuquis que rebautizan platillos con la intención de sofisticarlos. En totalidad, al finalizar su papel de comensales en un espacio propicio para su ejercicio, no podemos afirmar con ciencia cierta pero tal vez falsa, qué paso para afirmar si han sabido querer qué o se han adaptado a una forma de querer condicionada por el determinismo de la existencia.
Como punto final de partida, el querer no estaría determinado por el aquí espaciotemporal del ahora, si no más bien por el cúmulo de elecciones anteriores a esa.
Al final, resultará que aquello que llamamos “ausencia” es en realidad una compleja programación de necesidades establecidas en la infancia desde la elección fundamental del helado de vainilla, fresa o pistacho. Y que cuando fuimos enfrentados a tan terrible elección, caímos en la consideración sin fondo concreto ni en abstracto de que la elección remitiría a la ausencia del helado de chocolate y por consiguiente, a la necesidad de quererlo.
Una patada en los cojones límbicos, la verdad.

Somos extranjeros de nuestros propio deseos. Lo único irrebatible es la pizza.