martes, 23 de julio de 2013

¿85 y 99 el mismo año?

Hace poco presencié el funeral de un abuelo.  Tenía 85 años y según dijeron todos y todas, allí presentes daban fe, había vivido todo lo posible: vio hijos, hijas, nietas, nietos y bisnietos y bisnietas.  Vivió un terremoto, viajó en tren y manejó camionetas, sobre todo así viajó: en camioneta y como chofer.  Fue un buen abuelo.  Por su trabajo conocía muy bien la terminal (la antigua terminal de buses y el mercado que creció a su lado) y con frecuencia tuvo el gusto de visitar de nuevo aquel lugar, ya en su vejez, y traer de allí -de ese mercado mágico -algún detalle especial para las hijas, los hijos y sus nietos y nietas.
Decía la gente que tenía buena mano con las plantas, que lo que sembró cosechó.  Yo digo que sus manos, más que buenas para sembrar fueron buenas para dar: sembró en el jardín en que le pedían, incluso en cualquiera en que lo dejaran sembraba la semilla que le dieran o le pidieran (él las buscaba en la terminal).  Y de lo que cultivó en su tierra, en eso que queda de jardín en las casas de "colonia", siempre lo compartío: las puntas de güisquil y los güisquiles, los girasoles (y los giralunas), aguacates (quizá de su patio, o de la terminal), en fin, sus manos además de sembrar hacían que la cosecha se disfrutara.
Estuve en su funeral y cinco semanas después en la fiesta de cumpleaños de otro abuelo.  Cumplía 99 años y según dijeron todos y todas, allí presentes daban fe, había vivido todo lo posible: vio hijos, hijas, nietas, nietos y bisnietos y bisnietas.  Vivió dos terremotos, viajó en tren y nunca manejó camionetas, pero eso sí, trabajó como telegrafista en el ferrocarril.  Fue un buen abuelo.  Por su trabajo aprendió a escribir a máquina (también trabajo como secretario municipal y del juzgado) y muchas veces, ya jubilado, recibió y atendió las solicitudes de "escritos" cualquier papel que fuera necesario escribir a máquina estuvo listo y revisado en su calidad con criterios de redacción y ortografía apoyados en los varios libros (voluminosos como todo lo gramatical) que ahora se veían empolvados y amarillos.  Ahora se lo ve como un abuelo siempre alegre, su cuerpo casi centenario recibe a diario al menos una onza de ron, y alcanza a leer con lupa cualquier de los diarios que encuentre, el del día o el de ayer... su mente logra recordar que ya leyó el periódico, pero tiene el hábito de lectura y lo ejercita en una mecedora que se sostiene apenas, en su sala.
No fue grande en la agricultura, pero caminó diariamente hasta muy entrada la vejez, hacia un terreno donde regaba las plantas que habían sembrado él, sus hijos y nietos, sus hijas y nietas; eran dos kilómetros de alegre bajada para llegar al terreno y de dura subida cuando regresaba con la carga de leña que conseguía en aquel terreno familiar.  Esa leña era la fuente del calor con que la comida de la abuela tomaba su sabor y consistencia imborrables para las memorias de hijos, hijas, nietos, nietas... incluso de invitados eventuales que recuerdan aquel pan y aquella comida siempre amorosa.  Ese ejercicio físico (el del terreno, más que el del ron) y esa lectura y escritura le han dejado celebrar 99 años, más o menos en sus cabales, porque brindó con los nietos sin estar muy seguro de sus nombres.  Y ahora sigue contando, para llegar a 100 y brindar otra vez, con más de una onza de ron.

Así dicen de los bisabuelos de mis hijos.


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