El primero para construir recuerdos de la primera vez. Fue la primera vez en aquellos juegos anhelados, de dar vueltas juntos, de mojarnos en el culmen de aquellas emociones, de sentir las cosquillas en el estómago, de reír y de disfrutar en el parque de diversiones. Y es que él, el menor, ya alcanzó la altura que exigen para disfrutar esas máquinas que se estremecen entre velocidad y gritos.
Ese primer día, me recordó esta película:
El segundo día para cambiar de ambiente. Nos enfrentamos a la naturaleza, a bordo de otra máquina, una que por sus luces y por sus sombras, nos llevó con los "nervios" de punta. Viajamos los 160 kilómetros bajo lluvias y en medio de neblina, el sol había caído y el camino a ratos se borraba del vidrio frontal, para aparecer justo a tiempo, dibujado a prisa por alguna línea que se escapaba del borrador de la lluvia, o por los sonidos de los charcos que avisaban la cercanía de la cuneta rebalsada. Pero llegamos, la aventura fue parte de lo anecdótico y no del centro del viaje. Descansamos esa noche en un hermoso lugar, con cena rica y fue noche de juegos de mesa. Una verdadera sorpresa para los dos, que no sabían que esa noche estarían a la orilla del lago, y que aún es noche, no sabían lo que había a cien metros de su cama.
El tercero, fue la experiencia de ver las diferencias. Luego del rico desayuno, caminamos curioseando artesanías que mezclan -como desde hace años -culturas, morrales y faldas "típicas" al lado de pulseras de bisutería y "hakis" de minios, en fin, manjar para la vista y cuidado para no gastar porque todo nos gusta. Al final de aquella calle, el espejo del cielo nos dejó ver la belleza al pie de los tres volcanes que parecen erguidos de orgullo de acoger a su sombra el multicolor cuerpo de agua. Cruzamos viajando en lancha, el pago parecía justo, pero supimos luego que fue injusto: veinticinco cada uno, cuando debió ser quince, y dos no debían pagar. No es que sea excesivo, es que no es justo; se volvería otra anécdota esa injusticia. Y la lancha nos llevó al otro lado, nos dejó en la capital del reino y sus calles ofrecían más colores y más formas que inquietaban más, ahí conocimos el larguísimo trabajo de los tejidos, la maravillosa creatividad que da vida a la tela, haciéndola historia y no sólo ropa.
Visitamos el templo, no por religión, sino por historia. Recordamos que la religión se impuso, como los templos sobre los sitios sagrados, y la voz (además del idioma) sobre el silencio y la contemplación, cargada de súplica, en el lugar que un día ocupó el diálogo. Nos reconfortó un hermoso lugar Fernando y Magdalena nos mostraron que las mariposas encuentran en su jardín lo que necesitan, aunque no deja de ser triste, que vivan en encierro. Redes negras que evitan la salida de las mariposas, redes políticas, barreras sociales y económicas, educación y salud precarias que no dejan salir a Magdalena y que no dejarán a Feranando salir, cuando deje de ser niño, a menos que haga un esfuerzo injusto; quiero decir, es injusto que alcanzar lo que otros tienen desde siempre, signifique un esfuerzo tan grande para otros. Sus consejos nos dejaron volver más livianos, más alegres al puerto donde otra lancha nos tomaría en su lomo, ya con más recuerdos y con más objetos que compramos, hacia aquel hotel, a cien metros del agua.
Decidimos regresar el tercer día, pero antes pasamos visitando a unes amigues. Toda amabilidad, toda cariño, aquella familia ofreció un hogar donde dormir, pero quisimos volver al nuestro, para recargar las energías en el último día del feriado. El camino, sin embargo, nos traicionó. Tradición extraña de recorrer caminos con la luz de las antorchas, que desembocó en accidentes. Dos horas de cola para otra anécdota. Y luego del ejercicio paciente de la espera, el camino terminó en casa.
Un último día, para recibir más cariño. Ordenar nuestro espacio, limpiarlo, compartirlo al almuerzo con las amistades que visitan y al terminar la tarde, preparar lo que hoy serviría para volver al mundo con nuevas energías.
Gracias a la vida, que nos ha dado tanto.
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