Hasta Conocer al León de Judah
Parte 2
En una muy pequeña bolsa llevaba algunas cosas que le
pudieran servir. Un lápiz, hojas de papel que le había robado a Aaghaa, una
toalla, fósforos y un cuchillo. No sabía hacia dónde iba, pero empezó a
caminar. “No puede ser muy distinto a lo que ya sé hacer; caminar sin saber a
dónde” –pensó.
Caminaba presurosa cuando, de repente, vio a su
vecino del otro lado de la calle. Le dio mucho miedo quedarse para saludarlo.
Si bien era obvio que los dos guardaban deseos de hablarse, e incluso, de
tocarse, no podía arriesgarse a cuestionar la tradición de los hombres, que
seguramente le habían inculcado a su vecino también, en procurar que las
mujeres se guarden para sus maridos y por ende, decirle a Aaghaa que me había
visto huyendo. Así que sacó un trozo de papel y su lápiz para escribirle una
pequeña nota. Kahina sabía que él la observaba. Cuando quiso empezar se dio
cuenta que no sabía su nombre. “Querido…” nunca le había preguntado. Así que lo
tachó y empezó a escribir sin la debida introducción que estaba segura que llevaban
las cartas de amor, aunque recordó que no todas debían de empezar así, como lo
había leído de pequeña de un tal Becquer.
<Se preguntarán cómo una mujer como Kahina sabe
leer y escribir. De niña su madre le enseñaba a leer y a escribir a escondidas
de su padre. Se encerraban en el baño por lo menos 15 minutos al día para
indagar en los libros que de alguna forma su madre había conseguido guardar de
su padre. Entre su literatura, las cartas de Becquer que un gringo había decidido dárselas sólo porque
pensó que estaba haciendo su obra del día, y de repente, quería un poco de sexo.
La mamá de Kahina había aprendido de su abuela. Era una aparente tradición que
las madres les habían enseñado a sus hijas con tal de que alguna se atreviera a
hacer algo, pero ninguna lo había hecho, hasta ahora. Ese gringo jamás se
imaginó que esas cartas llegarían una generación después para declarar amor de
la forma más cotidianamente rápida.>
“La cárcel de mi cuerpo
me mantenía en cautiverio, pero el paraíso de mi mente me mantenía libre. Tu
estabas en ese paraíso que me mantenía hirviendo por dentro y hoy, me libera
completa.” Tiró el
papel y salió corriendo sin saber si su vecino captaría la idea que era para
el.
Salió de su kebele
y otra vez un sentimiento agridulce invadió su corazón; estaba feliz por dejar
la vida que la acomplejaba, pero estaba triste por dejar la vida que la había
hecho reaccionar en querer salir de ella.
La contrastada vida de Kahina empezó en Gambela, un
Estado de Etiopía. En Gambela, desafortunadamente para ella y para muchas más,
hay más hombres que mujeres. Podría haber 1,5 hombres por cada mujer, pero a
Kahina le había tocado a Aaghaa. Su grupo étnico son los Nuer, que se dedican
al ganado y a la agricultura principalmente. Kahina nunca había aprendido a
trabajar lo que los de su etnia hacían porque Aaghaa la dejaba en la casa sin
poder salir. Así que ella sabía poco o nada de subsistir sin un hombre a su
lado. “¿En qué estaba pensando al irme de mi casa sin saber qué hacer?” –pensó.
De todas formas ya era muy tarde para regresar ya que seguramente Aaghaa se había
dado cuenta que no estaba y ya la estaba furiosamente buscando. Su sudorosa
piel le indicaba que ya había caminado bastante. “Ya no debo de estar Gambela” –pensó,
y en efecto, se encontraba en Adis Adeba, una de las ciudades más importantes
de Etiopía. Sacó su pequeña toalla de su bolsa y se secó la frente por todo el
sudor que el escurría. Caminando por la calle principal, se encontró con un
grupo de danzantes y músicos. Estaban amenizando con un Ethio-jazz. Si algo
había aprendido a hacer Kahina cuando Aaghaa la dejaba sola, era bailar. Sin
pensarlo dos veces empezó a bailar con el grupo moviendo los hombros y la
cabeza que es una de las formas de baile tradicional en Etiopía. Hacía sonidos
con la boca y jamás se recordó que había caminado por kilómetros para llegar
allí; no estaba cansada. Cuando más extasiada estaba de ver la libertad de las
mujeres al bailar en esa gran ciudad se dio cuenta que allí estaba él. La
observaba fijamente como asombrado de verla bailar de la forma en que lo hacía.
Inmóvil, no sabía que hacer. No sabía si correr o meterse entre la gente. Allí
estaba su vecino. Ambos se vieron fijamente sin saber qué hacer. Segundos
después su vecino se acercó a ella y le mostró el papel que Kahina había tirado
al suelo cuando todavía estaba en Gambela. Su corazón palpitó tan fuerte que se
avergonzó de pensar que el los podía escuchar. “¿Esto era para mi?” –le preguntó
su vecino. “Si”, -contestó Kahina con el corazón en la mano y con la música en
el cuerpo. Entonces empezaron a bailar juntos y al fin, se tocaron.
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